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Frente a mi espejo

Foto del escritor: Maria Asuncion Vicente VallsMaria Asuncion Vicente Valls

Relato publicado en Mujer y Empoderamiento. VisiBiliz-ARTE. Antología dirigida por Esther Tauroni Bernabeu.

 

Los últimos baúles con nuestro equipaje se iban acomodando en un viejo carro tirado por unas mulas inquietas desde buena mañana. Era un día plomizo y nublado de un recién estrenado otoño y la madrugada venía fría. Detrás de una ventana del piso superior de la casa palaciega de Cigales, que había sido mi hogar y el de mi esposo tan solo por dos años, no podía evitar recordar como habíamos llegado a este rincón de Castilla hermoso y soleado, con un clima frío a la vez que seco, tan diferente del país del que procedíamos.


        Con doña María de Hungría, infanta de España, archiduquesa de Austria, reina viuda de Hungría y recién relevada por fin del cargo de gobernadora de los Países Bajos, cómo ella deseaba para su alivio, nos establecimos aquí, formando parte de su corte gozando de dos años tranquilos en un lugar rodeado de campos de vides, cebada, centeno, trigales, disfrutando de la naturaleza, pescando en los ríos barbos, tencas y truchas, muy alejados de la fría Amberes.  Ahora, ya nada nos retiene en este lugar y en Flandes está nuestra familia. En tan escaso tiempo no pudimos ni tan siquiera, acomodarnos en esta recia y profunda Castilla dueña del mundo.


        Cierro los ojos y casi puedo ver, incluso oler, el paisaje brumoso y húmedo del Amberes que me vio nacer en el seno de una familia acomodada. Mi padre, Jan Sanders Hemessen era un pintor prestigioso y reconocido en los estamentos del clero, la nobleza y la pujante burguesía de la ciudad, crecida gracias a haberse convertido en la capital azucarera de Europa, importando el producto de las plantaciones portuguesas y españolas. En Amberes, el dinero fluía y se convirtió en una de las principales bases de embarques, recibiendo cargamentos de especias y comercializándolas por toda Europa, como también se hacía con las telas de Inglaterra, la sal francesa y el trigo del Báltico. Los bancos florecían, así como los comerciantes y fabricantes; poseía además una corte dónde bajo el gobierno de doña María, se protegía y reconocía el buen hacer del oficio de pintor y otras artes.


          Creo que era muy pequeña cuando escondida detrás de puertas y cortinas, espiaba a mi padre con sus aprendices y ayudantes, afanándose en moler y preparar los pigmentos, elaborar sus propias recetas, verdaderos secretos de artista que se guardaban como tesoros. También se preparaban las tablas y telas para los lienzos y la casa se llenaba del aroma de la pintura desde el día hasta la noche. Muy pronto me puse a ayudar en estas tareas, ansiosa por aprender de mi padre que comenzó a instruirme, algo habitual en los hijos de artistas que siempre merodeaban por los talleres y me enseñó los secretos de este noble oficio, pero nunca pensó que podría ser reconocida, porque era mujer y ni siquiera a los varones se les consideraba algo más que avezados artesanos, así pues, como mujer estaría siempre bajo las directrices de algún varón, mi padre o alguno de sus pupilos, haciendo tareas menores y si lograba pintar, siempre serían ellos quienes decidieran por mí, pequeñas cosas con colores y telas de peor calidad. Mi padre pensaba que mi ilusión por dedicarme a la pintura sería algo pasajero, una simple distracción antes de encauzar mi vida como cualquier joven de mi edad al matrimonio.

          Crecí olfateando el aceite de lino y el polvo de los colores que  teñían mis uñas y manchaban mis vestidos, ayudando en el taller con pinturas de tema religioso encargadas a mi padre o a alguno de sus ayudantes principales, una forma segura de ganarse la vida, pues la iglesia  necesitaba artistas que plasmaran escenas religiosas para la educación de los fieles que reforzaban así su fe y las casas nobles y principales que las adquirían aumentaban un patrimonio del que presumir, solicitando retratos que los representaban con aires de grandeza, poseedores de una belleza muchas veces impostada. Mi deseo era hacer retratos diferentes, captar las expresiones y emociones del modelo, dejando que aflorara su auténtica personalidad, sin embellecer ni edulcorar el retrato como era común, no quería limitarme a pintar bodegones, composiciones florales o escenas domésticas. Yo daba más importancia a la vida interior del retratado que a su apariencia externa y así fue cómo mi obra llegó a las manos de doña María, que se interesó en principio por algunas de mis miniaturas y quiso conocerme como pintora y no como la hija de su protegido Van Hemessen.


          Observó que mis retratos no estaban idealizados, el personaje emergía de un fondo oscuro presentándose con sus defectos de una forma natural, sin pretensiones sino auténtica y eso le agradó, supo ver que en mi obra se captaba el hálito de la vida de cada personaje, no en vano era doña María, mujer de gran cultura que coleccionó arte y libros valiosos durante toda su vida, algunos de ellos, los más, se quedaron en Flandes, pero una parte de su colección nos acompañó en nuestro viaje a Cigales y será ahora su sobrino, el rey don Felipe  quien dispondrá de ellos.


           Doña María me acogió en su corte con entusiasmo, le gustaban mis pinturas y me animaba a seguir haciendo retratos que trasmitieran el estado de ánimo de los modelos; yo decidí hacerlo y además firmar mis obras, no quería que nadie se atribuyese su autoría una vez Dios me llamara de este mundo, o que alguien firmara en mi lugar, por el hecho de ser mujer y no estar considerada como artista, porque mi forma de retratar era solo mía. Quise dejar constancia de mi persona y de mi oficio, de modo que me instalé un gran espejo junto a mi caballete para plasmar mi imagen en el mismísimo acto de ejecutar mi obra, con mis pinceles y mis colores, escrutando cada gesto y cada pliegue de mi piel, cada frunce de mi camisa y de mis mangas, cada rincón de la cofia de batista trasparente que cubría mi cabello y luego orgullosa escribí mi nombre:

 

       “EGO CATERINA DE HEMESSEN ME PINXI 1548” 

 

      No conocía que nadie de mi sexo se hubiera autorretratado en esa actitud, trabajando enfrente de su caballete, no lo supe hasta mucho después. Estaba feliz, pero mi destino era otro, se imponía mi matrimonio y creo que también doña María se aplicó a buscarme un buen marido. No podía oponerme ni por mi padre, ni tampoco por mi benefactora, acepté el marido que me impusieron y la elección recayó en Christian de Morien, organista de la catedral de Amberes, un cargo que se consideraba de gran importancia, de esta manera mi vida trascurriría sin estrecheces. En 1554 cuando tenía veintiséis años, abandoné mi soltería y mis pinceles para ser esposa, ya no era una niña y me costó mucho pasar de compartir el sueño de mi mundo interior lleno de personajes a los que quería extraer su yo más íntimo, a gobernar una casa con unos pocos sirvientes y convertirme en mujer casada y esposa abnegada sin tomar decisiones por mí misma, pero sobre todo enterrando mi arte sin razón aparente.

     Cuando doña María, ya cansada del gobierno de los Países Bajos, deseosa de pasar los últimos años de su vida junto a sus hermanos en España, pidió ser relevada de su cargo, organizó una pequeña corte que la acompañaría a España y nosotros hicimos ese viaje con ella a una tierra muy distinta a la nuestra decididos a labrarnos una vida a su lado. Corría el año de 1556 cuando llegamos primero a Guadalajara instalados en el palacio del duque del Infantado y poco después de la muerte de doña Leonor hermana de doña María, que se sumió en una gran tristeza, vinimos a este bello pueblo de Cigales. Doña María, sabedora de mi ansia por continuar pintando, en cuanto llegamos a España me recomendó que aceptara unos trabajos de pintura religiosa, piezas de un retablo para un monasterio que entusiasmada acepte sin dudarlo. Pinté en estos años hasta nueve piezas de temas religiosos, que se ubicarían en la parte frontal y en la predela del retablo. Esta es la huella de mi pintura que he dejado en esta tierra tan recia como acogedora.

        Mi tiempo trascurría entre la pequeña corte, mis pinceles y mis deberes de esposa, como siempre la pintura en el tiempo sobrante de mis obligaciones cortesanas y domésticas. Los días se iban desgranando despacio entre aquellos campos de Castilla, donde hubiéramos vivido felizmente, pero quiso Dios llamar a su presencia a doña Leonor y en breve tiempo a don Carlos, lo que produjo en mi señora una profunda melancolía que la llevo a enfermar con rapidez. Su estado se fue agravando en días y a las pocas semanas del fallecimiento de don Carlos Rey Emperador, su corazón abrumado por la pena dejo de latir, tan solo hace una semana, el 18 de octubre del año del Señor de 1558.

           Con la muerte de mi mentora y amiga, no puedo sino regresar con mi esposo a nuestra tierra, de nuevo dejaré de pintar para seguir siendo una dama casada respetable y no una artesana de los pinceles. Pienso, mientras veo salir el sol por el horizonte y se agotan mis horas en Cigales que, aunque mi vida de artista haya sido cercenada, he dejado mi impronta en mis retratos y en mi autorretrato, que es como un grito silencioso que rompe la creencia de que el arte es ajeno al espíritu de las mujeres porque el talento es una cualidad que no nos atribuyen.

         Pintoras como yo son consideradas artistas menores que no pueden vivir de su arte, sus pinturas están poco valoradas, a veces estropeadas por usar materiales de mala calidad, son olvidadas en algún rincón oscuro y húmedo de las grandes casas, y todo ello me entristece profundamente, solo albergo una esperanza, pasaran los años y los siglos, pero estoy segura de que alguien se acordara de nosotras en el futuro.

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1 Comment


Ana Capsir
Ana Capsir
Dec 18, 2024

Afortunadamente es así, como dijo Safo, gracias a personas que, como tú, se molestan en rebuscar en la Historia.

Felices Navidades, Asunción


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